BALCONES
Sería bueno que en la suma que
conservemos en el futuro tuviésemos, una vez pasados la incertidumbre, el temor
y este agudo aislamiento, la abierta claridad de los balcones que nos
acompañan. Ellos serán una de las pruebas irrefutables, uno de los gestos que
podremos salvar de la oscuridad de esta pandemia. La rareza del confinamiento
tiene inmensas consecuencias y cambios en nuestra vida, algunos inminentes y
sobrevenidos, otros, a largo plazo, requerirán de una individual y colectiva
reflexión ineludiblemente necesaria si queremos obtener de esta amarga
experiencia acciones y compromisos que nos permitan ser mejores y vivir en una
sociedad más justa, digna y empeñada en humanizar sus valores y metas. Estos
balcones abiertos testifican por nosotros. Desde su generoso paisaje comunal
nos ofrecemos al mundo que ha sido clausurado y se ha quedado fuera, igual que
un desconocido que mira desde la calle lo que ocurre dentro de las
habitaciones. Salimos para encontrarnos porque nos sentimos perdidos. Salimos
para reconfortarnos al comprobar que no estamos solos. También para reconocer y
aplaudir a los que nos cuidan y protegen aun a costa de su salud e incluso de
su vida. En los balcones hemos dado cabida a una diminuta belleza, la música de
un instrumento, un cuerpo que baila, una
voz que se propaga como un dulce eco por el silencio del barrio. Sí, estos
balcones han dejado ver todo lo bueno que hay en nosotros en medio de la mayor
adversidad. Qué gran esperanza si somos capaces de aplicar solidariamente lo
extraído de esta profunda extrañeza. Veo en el balcón de enfrente a María, una
anciana que todavía conserva unos enormes ojos verdes. Riega sus geranios con
esforzada lentitud. En este momento no hay esplendor más grande que su afán,
nada más consistente que su luminosa resistencia.
Josela Maturana
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